05 enero 2012

Me siento desnudo


Sólo puedo titular así este post. ¿Por qué? Porque a los dos meses de haberme divorciado y de llevarlo con cierta discreción, porque tampoco se trata de ir pregonándolo por ahí, recibo hoy un mail de mi ex. Mi sorpresa es mayúscula cuando descubro en el banner superior de la página de Gmail un mensaje publicitario con el siguiente texto: "Retorno de la Pareja. www.rituales-magicos.com. Retorno del ser amado, magia roja...".

Además, a la derecha de la página en otro anuncio me ofrecen un gabinete de psicología para terapias de pareja, anuncio que por cierto llega un poco tarde. Tal vez si hubieran intuido en mis mensajes la crisis matrimonial, esa publicidad tan inteligente e interactiva me habría salvado de la ruptura.

Menos mal que cuando Google me informa del por qué de esos anuncios me dice: "Este anuncio se basa en diferentes correos de tu bandeja de entrada". Y ahí ya paso de la sorpresa al estupor y luego, a una velocidad de vértigo, al pánico.

Estoy tentado de comenzar a escribir falsos mails a inexistentes amantes a ver si me ofrecen descuentos de alquileres de habitaciones por horas, meublés o incluso preservativos. Y eso sí, en adelante evitaré en mis mails expresiones tales como "estoy muerto" para decir que estoy agotado, o"me voy a morir de risa" no vaya a ser que el siguiente banner sea de una ¿funeraria?.

08 febrero 2009

UN SOPLO DE VIDA


Cuando con apenas 18 años estaba en Cruz Roja del Mar nunca imaginé que me tocaría salvar una vida en la playa. De hecho, siempre había tenido un cierto miedo al agua. Creo que se debía a la mucha que tragué en los horribles cursillos de natación cuando era niño en las Piscinas Picornell. Con apenas 8 años, el profesor te tiraba al agua y tenías que espabilarte... Aquel trauma posiblemente fue paradójicamente el que me animó a enfrentarme a la playa con otra mirada.

Me apunté de voluntario de vigilante de la playa en Castelldefels, realicé varios cursillos de socorrismo y salvamento acuático y, los fines se semana, me ponía mi bañador rojo al igual que mis compañeros y nos repartíamos en los diferentes puestos de socorro.

Ya me habían explicado que la hora crítica comenzaba a partir de las 4 de la tarde. Con la paella en el estómago y empujados por el calor sofocante siempre había quien se atrevía a retar los cortes de digestión arrojándose a las olas. Si a eso añadimos que la playa de Castelldefels normalmente no cubre hasta que la rompiente forma una zanja traicionera, el susto, y algunas veces el drama, está servido.

La playa estaba semivacía

Aquella tarde estábamos tres compañeros en 5-1, el puesto de socorro más cercano a Les Botigues de Sitges. Ya habíamos comido y teníamos ganas de cerrar. Eran las 5. La playa estaba semivacía. De repente, a lo lejos, vimos que los pocos bañistas comenzaban a desplazarse desde todos los sentidos a un mismo punto en la orilla, a unos 300 metros de donde estábamos. No fue necesario que nos avisaran por la emisora. Una acumulación de gente en la arena es ya un signo de alerta. Fernando y yo cogimos corriendo la camilla y el botiquín y corrimos hasta la orilla.

Tenía unos 5 años y estaba cubierto totalmente de arena. Nos costó hacernos un hueco entre los familiares, amigos y curiosos. El pequeño estaba ya un poco azulado y Fernando, mucho más vereano que yo, le limpió la boca y comenzó a insuflarle vida mientras me pedía que comenzara el masaje cardíaco. Cinco empujes en el torax y y una respiración, cinco y una, cinco y una... Y las voces se iban apagando. Y las olas enmudecían. De repente, un primer latido imperceptible, una tos, un pequeño vómito, un temblor... Los padres se abrazaron llorando mientras sus gemidos de emoción se fundían con la monótona cadencia de la ambulancia que se acercaba.

Susto de camino al hospital

Ya dentro de la R-12, Fernando se subió de copiloto y yo me quedé detrás con el niño, al que ya le habíamos puesto la mascarilla de oxígeno. La radio nos avisó de que en el Hospital de Bellvitge nos estaban esperando. Aquel trayecto, de no más de 20 minutos, se nos hizo interminable. Sobre todo cuando, a medio camino el pequeño dejó de respirar. Grité a mis compañeros que pararan la ambulancia y me ayudaran, auque enseguida me acordé de que a veces basta con subir un poco el cuello y echar la barbilla hacia arriba para abrir la vía respiratoria. Y el niño volvió a respirar y su pequeño pecho, a moverse.

Al llegar a la puerta de Urgencias, seis personas con batas blancas y verdes nos estaban esperando. Cogieron la camilla entre todos y el pequeño desapareció por un largo pasillo. Fernando y yo no nos dijimos nada. Pero ambos cruzamos mentalmente los dedos. El regreso al puesto fue triste pero esperanzado. No sabíamos cómo se llamaba el niño, ni volvimos jamás a preguntar por él. Ignorábamos si habíamos actuado todo lo bien que debíamos, si nos habíamos dado cuenta del accidente a tiempo, si fuimos lo suficientemente rápidos...

Gratitud

Aquella amarga incertidumbre se disipó al cabo de dos meses. Casi al final del verano un hombre se acercó a 5-1, donde ni Fernando ni yo estábamos de guardia. Le dijo a nuestros compañeros que su hijo estaba vivo y que no había sufrido secuelas por la hipoxia (ausencia de oxígeno en el cerebro). Quería darnos las gracias por haberle salvado.

Esta es la única vida que he resucitado. Jamás podré olvidarlo. Tengo claro que el mérito no fue mío, ni de Fernando. Otros hacen los mismo cada día en miles de lugares. Voluntarios o profesionales. Siempre hay alguien dispuesto a mezclar su aliento con el de un desconocido para ahuyentar la inoportuna muerte, más irracional todavía cuando intenta apagar la mirada de un niño.

04 febrero 2009

A LA CAZA DE CLINTON EN BCN


Al director adjunto del diario le habían dado un soplo: el expresidente de EEUU Bill Clinton iba a cenar en un restaurante de la Barceloneta. Y además, el periódico de la competencia tenía una entrevista exclusiva con él (de pago, claro). "Hay que reventarles el tema", pidió el jefe de turno. Y nos pusimos en marcha.

Dos fotógrafos y yo nos colocamos en las inmediaciones del restaurante, en el paseo de Joan de Borbó. Eran las ocho de la tarde. Los tres periodistas nos separamos. Si los agentes del Servicio Secreto nos veían juntos, podrían intentar evitar que nos abalanzáramos sobre Clinton. Era una cena privada y no necesitaban testigos. Vimos a esos agentes en todas partes: dos negros super cachas con ropa de marca que corrían juntos por el paseo, un hombre de más edad leyendo un periódico en un banco frente al restaurante, una joven que hablaba por teléfono sin cesar en la única cabina a la vista... de tanto en tanto, los fotógrafos me iban llamando y yo a ellos.

Debíamos seguir al acecho hasta que llegara el objetivo. Pasó una hora y allí no aparecía nadie. El restaurante seguía casi vacío. Ni limusina, ni despliegue policial, ni nada. Y los supuestos agentes del servicio secreto o se habían esfumado o habían cambiado de disfraz. Y nosotros seguíamos ahí, ahora muertos de hambre. Por suerte, había un restaurante chino un poco cutre que lindaba con el del expresidente. Decidimos repartirnos. Mientras dos cenábamos , el tercero estaba de guardia, vigilando. En cuanto nos avisara el vigía, dejaríamos la mesa e iríamos a interceptar al 'One'. Tuvimos que pagar la cena en cuanto nos la sirvieron para que, si nos íbamos corriendo, nadie saliera corriendo detrás nuestro. Al que estaba de guardia incluso le pasamos la cerveza a través de la jardinera que nos protegía del paseo para pasmo de la camarera asiática, que no dejaba de sonreír como si no fuéramos los únicos alienígenas que aterrizaban en la terraza de su local.

La llamada providencial

Se hicieron las 10 y todo seguía igual. Evidentemente, Clinton no iba a cenar ahí. Un poco contrariados, llamamos a la redacción y les dijimos que volvíamos. Antes, sin embargo, patrullamos con el coche por algunos de los restaurantes más conocidos en busca de la comitiva presidencial estacionada en el exterior con el mismo pésimo resultado.

Ya en la redacción, casi las 11 de la noche, sonó el teléfono de la sección. "¿Está Sandoval?", dijo una voz. "No, no trabaja aquí", le contesté. "Mire es que le llamo del Botafumeiro", añadió. Y estallaron chispas. "Oiga no me dirá Vd. que Clinton está cenando ahí?". "Sí por eso llamo". "No se preocupe por Sandoval (que trabaja el el diario de la competencia) que nosotros ya vamos para allí", le solté.

Cuando llegué al Botafumeiro, un flamante todo terreno blanco con cristales tintados brillaba en la puerta, entre varios coches oficiales. Junto a la fachada, varios agentes con pinganillo orejil incluido, miraban de un lado a otro de la calle. "Primer filtro", me dije mientras caminaba hacia ellos. Me miraron, solté un 'Bona nit' y entré. Me senté en la barra y pregunté por Clinton. El y sus amigos, catalanes y americanos, estaban en el piso superior.

En chancletas

Llamé al diario y pedí que me enviaran a un fotógrafo lo antes posible. Hasta que caí en que, si venía mi amigo Álvaro, el mismo que había estado conmigo tras las plantas del chino, podríamos tener problemas. Y no porque dudara de su profesionalidad, que supera la excelencia, sino porque yo mismo cuestionaba que sus chancletas de goma, de esas que dejan ver los dedos al desnudo, fueran una buena tarjeta de presentación para entrar allí sin llamar la atención del ejército de escoltas de los distintos perímetros de seguridad.

Mientras me preguntaba cómo entraría Álvaro, oí un "hola" en mi espalda. Y allí estaba él, sin afeitar, con tejanos y con sus inseparables chancletas de goma de los deditos a la vista. "¿Cómo has conseguido pasar?", le dije. "Muy fácil. Les he saludado y ya está", me dijo refiriéndose a los agentes del Servicio Secreto. Pese a que me quedé unos instantes en estado de shock, nos pusimos a diseñar la estrategia de cómo asaltaríamos a Clinton.

La última pregunta

El camarero al que había pedido información me avisó. Y al cabo de unos instantes unos gigantescos policías comenzaron a abrir camino al ex presidente y su séquito. Al pasar a nuestro lado le solté un "Mr. Clinton, please!". El se giró, sonriendo, me miró y mientras Álvaro disparaba su cámara, yo aproveché para formularle varias preguntas que abrí con un "Do you like BCN?" para romper el hielo.

Todo fue muy bien hasta que toqué un tema tabú, el despliegue de tropas de EEUU en Irak. Y entonces, sólo entonces, Clinton dejo de sonreír y una mano enorme empujó mi pecho, me levantó por los aires (creí que levitaba) y apenas pude ver como el expresidente, cada vez más pequeño, se alejaba de mí a la misma rapidez con la que yo lo hacía involuntariamente de él. Entrevista concluida y exclusiva lograda. Dos páginas de vuelta a la redacción. Y de aquel momento glorioso quedó la foto que encabeza este 'post'. Ah, y el diario de la competencia nunca publicó la entrevista y creo que fue porque yo respondí la llamada equivocada.

21 junio 2008

LOS MIL Y UN RODEOS DEL 112 Y EL HOMBRE COLGADO

Me ha pasado hoy mismo. Circulaba por la autopista de entrada a Barcelona cuando de repente, al pasar bajo uno de los puentes de la C-31, delante mío observé medio cuerpo de un hombre colgando del alféizar del paso elevado. ¡Ahhhh! Tenía que pasar por debajo y en apenas un segundo decidir si frenaba, si esquiaba el espacio destinado a su caída o si cerraba los ojos y aguantaba firmemente el volante como aconsejan hacer cuando te encuentras un animal en la calzada.

Cuando medio me decidí, ya había pasado por debajo de las piernas colgantes que aún no habían caído a la calzada. Y al mirar por el retrovisor vi que se trataba de un muñeco de tamaño natural (tipo muñeca hinchable o maniquí de escaparate). Posiblemente, se trataba el anuncio de una despedida de soltero o, peor aún, la amenaza a un empresario sin escrúpulos.

Vericueto de llamadas

Las piernas colgantes podrían causar una tragedia. Por eso me animé a llamar al 112. La primera complicación fue explicarle al telefonista lo que había visto y que resultara convincente, pero más lo fue detallar el lugar exacto del suceso, una zona en la que se unen dos términos municipales (Sant Adrià de Besós y Barcelona) y en la que cambian las competencias policiales (Mossos d'Esquadra en el primer caso y Guardia Urbana en el segundo).

Media hora después aún recibí una nueva llamada de la Guardia Urbana para que les explicara qué había pasado y, sobre todo, dónde estaba el muñeco colgado para ir a retirarlo. "Pero si ya se lo he dicho al 112 y después a los Mossos", les dije. "Sí, pero es que la información no nos ha llegado muy bien". Y vuelta a empezar con el increíble relato. "Muchas gracias y ahora mismo enviamos una patrulla", me contestó casi 40 minutos después de mi primera llamada.

Mirada al cielo

Menos mal que se trataba de un muñeco y no de un suicida de verdad pués éste no habría tenido la posibilidad de negociar un arrepentimiento con la policía o de pactar una caída suave sobre la colchoneta de los bomberos. Aunque ignoro si algún conductor más vio las piernas y provocó un accidente al reaccionar impulsivamente.

"Lo que te pasa a ti es que todos miran adelante cuando conducen en la autopista y sólo tú miras hacia arriba", me dijo un compañero periodista cuando le conté lo que me acababa de ocurrir. "Será eso", le contesté, convencido de que para tirar adelante hay que saber verlas caer.

10 octubre 2007

UNA BOMBA PARA EL MUSEU OLÍMPIC



Sucedió hace apenas unos meses. Barcelona estaba a punto de inaugurar el flamante Museu Olímpic. Tenían que venir los Reyes, invitados por Samaranch y el alcalde de Barcelona, al nuevo edificio, excavado literalmente en la tierra de la montaña de Montjuïc, junto al Estadi Olímpic cuyo pebetero inmortalizó el arquero Rebollo en la inauguración de los Juegos de 1992. (Ufff ya han pasado 15 años)

Cuando me llamó M. para pedirme que le ayudara a llevar una bomba al Museo Olímpic, no me lo pensé dos veces. Y no porque yo fuera un terrorista, sino porque me moría de curiosidad de ver cómo eran esos artefactos de la Segunda Guerra Mundial.

Entrega con papeles

Cuando llegamos al castillo militar de Montjuïc, a apenas dos kilómetros del Museo Olímpic, nos esperaba un oficial del Ejército vestido de civil. Nos mostró la bomba, que cogí cuidadosamente entre mis brazos como si se tratara de un bebé, mientras M. firmaba los documentos que permitían sacar de allí el artefacto, sin explosivo ni detonador, claro.

Lo colocamos en el maletero de mi flamante Scénic y nos dirigimos al Museu. Cuando íbamos de camino, avisaron a M. de que no podíamos dejar el artefacto en la sala de exposiciones, pues decenas de trabajadores estaban dando los últimos retoques a sólo dos días de la inaguración real. La orden fue llevar la bomba al vecino Estadi Olímpic, donde se había improvisado un almacén.

El primer vigilante nos dejó acceder al recinto, ignorando lo que llevábamos en el maletero. "Es un objeto para el museo", dijimos.

Chóferes y escoltas

Cuando aparcamos el coche en una de las puertas laterales del Estadi, nos sorprendió ver un grupo de cuatro coches oficiales con chóferes y supuestos escoltas hablando entre ellos. Cuando me vieron con la bomba entre las manos (que casi parecía de tebeo por su tópica forma) comenzaron a señalarnos y hablar entre ellos. Y yo disfrutaba de lo lindo sujetándola con mis manos y llevándola como si nada hubiera pasado hasta el almacén del Estadi.

Cuando ya por la tarde llegué a la redacción me enteré de que los coches oficiales eran de distintas personalidades catalanas e "israelís" ya que esa misma noche un equipo de fútbol de ese país iba a jugar un partido en el Estadi.

Sin disparos

Menos mal que los agentes del Mossad todavía no habían tomado posiciones en el campo, pues ahora me pregunto si, al verme con la bomba oxidada en los brazos, habrían tenido la delicadeza de preguntar antes de disparar.

Aunque a decir verdad el único disparo que tanto M. como yo lamentamos no haber hecho aquella mañana fue el de la cámara digital para inmortalizarnos juntos con aquella histórica bomba.

31 julio 2007

DOS DORMITORIOS PARA UNA MISMA PAREJA


Acabo de leer un reportaje en el que aseguran que la mitad de los berlineses viven solos, es decir, sin pareja. Hogares únicos. Y que la tendencia va en aumento. Por eso, aseguran, las webs de contactos (para conocer pareja, que no exclusivamente sexuales) están en auge.

Una compañera de trabajo me acaba de comentar que ella no lo entienden. "¿Cómo es posible que tanta gente viva sola?", se pregunta. A mí también me cuesta comprender que haya personas dispuestas a vivir sin más compañía que sus paredes, sus pertenencias y, en el mejor de los casos, algún perro, gato, pez o hámster.

A por el piso

Me acuerdo de una amiga que estaba preparando su boda. Tras llevar un montón de años de soltera, por fin se decidió a compartir su vida con alguien. Y ahí empezó uno de sus problemas. Me contó las dificultades que tenía para encontrar un piso de cuatro dormitorios en el que meterse con su flamante novio.

"¿Cuatro dormitorios?", le pregunté. "Pero ¿cuántos niños pensáis tener?".

"No sé. Uno o dos", me contestó.

En mis pupilas se formaron dos gigantescos interrogantes por lo que, antes de que me atreviera a abrir boca, ella me aclaró:

"Dos de los dormitorios son para mí y mi pareja. Uno, para utilizarlo aquellas veces en las que apetece dormir juntos y hacer cosas. Pero también hay noches en las que yo prefiero dormir sola. Para eso quiero el segundo dormitorio".

Y me lo dijo, con una sonrisa, absolutamente convencida. ¿Secuelas de una soltería prolongada? ¿Miedo a una inmersión total con su pareja? ¿Demasiado egoísmo? ¿Un exceso de sentido práctico?

Víctima desconocida

No pude evitar imaginarme a su entonces novio, a quien también conozco, mirando desde el comedor las puertas de dos de los cuatro dormitorios, intentado descubrir cuál le tocaría esa noche y si, por fin, iba a tener derecho a roce.

Por suerte, nunca se llegó a casar con él. Aunque sí con otro novio posterior al que afortunadamente nunca conocí. Aunque tal vez le distinguiría en una rueda de reconocimiento por su semblante triste y resignado.

27 julio 2007

HUMILLADO EN UN AUTOBÚS NOCTURNO


Acababa de salir de trabajar, a las 2 de la madrugada. Cogí mi bicicleta en la misma puerta del periódico y me fui a toda prisa por el carril bici hasta la plaza de Catalunya para coger el autobús nocturno.

Es un vehículo largo, que dispone de una gran plataforma central en la que se pueden colocar dos sillas de ruedas o varias bicicletas. Le hice una señal al chófer quien, al verme, abrió la puerta de atrás para que subiera mi bici. La até como siempre a la barra, para que no volcase, y me dirigí a fichar con mi tarjeta multiviaje. Después, como siempre, me senté, abrí el libro de Murakami y me sumergí en el fascinante Kafka en la orilla hasta que oí:

- "Eh, tú. La bicicleta, abajo".
- "¿Cómo?"
- "Que las bicicletas no se pueden llevar en el autobús".

No entendía nada. Por un momento dudé de que hubiera sido un bucle temporal generado por la novela el que me colocaba de frente a la ficción. Pero el chófer del autobús, plantado delante de mí con los brazos en jarras, no parecía sacado de la pluma del autor de Tokio blues.

- "Pero yo siempre la he traído", insistí yo.
- "Ya. Pero las normas han cambiado".

Todos los pasajeros, una decena, me miraban incómodos. Como yo, esperaban llegar pronto a casa tras una larga jornada de trabajo.

- "Al menos déjeme que la ate y vuelvo a subir".
- "Yo no me espero", me dijo el muy...

Cuando bajé, empecé a empujar mi bicicleta, pensando en cómo volvería a casa de madrugada (está a unos 25 kilómetros). Estaba tan indignado que al pasar por delante del conductor levanté mi brazo con un gesto de desprecio tipo 'vete a la m.'

La agresión

Y sucedió. El chófer frenó el autobús, abrió las puertas, se quitó las gafas, se las puso en el bolsillo delantero de su uniforme y me soltó una especie de colleja frontal en el ojo al grito de "gilipollas" mientras me espetaba:
- "Pégame, venga, pégame".

No pude pegarle. Me quedé petrificado. Y vi en cámara lenta interminable cómo cuatro viajeros bajaban y cogían por los brazos al conductor y lo empujaban hacia el autobús. Una mujer aterrada me gritó:
- "Váyase, váyase".

Apunté la matrícula y llame a la policía. Me invitaron a ir a una comisaría a denunciar. Y así lo hice. Lamenté no poder presentar lesiones. Tan sólo la varilla de mis gafas un poco torcida y la asquerosa huella de la palma de la mano del energúmeno autobusero impresa en mi cristal de miope.

Dolor íntimo

No les pude mostrar la secuela de la humillación, el quejido de mi dignidad, el dolor de saberme golpeado por un desconocido prepotente.

Tras poner la denuncia y estampar en ella mi firme me tocaba volver a la parada del autobús nocturno. Eran ya las 4.30 y volvería a ser el mismo conductor (pasan por los mismos puntos cada dos horas). Y les pregunté a los policías que qué hacía si me lo encontraba.

- "Iremos a la parada a esperarle y así, de paso, le tomaremos los datos para la denuncia", me dijeron.

Cuando llegué a la parada me encontré el coche de policía en contradirección y atravesado frente al enorme autobús amarillo. En su interior, dos policías hablan con el chófer. Me relamo las heridas invisibles y me acerco. Primero me mira él. Luego los policías. Y con gusto les digo: "El es el que me pegó".

Uno de los policías baja y me pregunta el nombre. Añade que ya lo sabe todo, que le han llamado de la central y que ahora están tomando los datos al conductor. Y me invita a irme.

Deseo de justicia

Tuve que esperar hasta las cinco de la mañana para coger el primer tren de la mañana. Pero me fui convencido de que aquella colleja frontal no iba a quedar impune y fantaseé con que yo mismo le iba a susurrar aquel insulto al chófer cuando nos encontremos en el juzgado.
Y cuando el juez me pregunte si pido alguna indemnización, le diré: "¿Por cuánto dinero dejaría usted que le dieran un bofetón y que le insultaran?"

No soy vengativo ni reconroso, pero tampoco soy imbécil.