UNA BOMBA PARA EL MUSEU OLÍMPIC
Sucedió hace apenas unos meses. Barcelona estaba a punto de inaugurar el flamante Museu Olímpic. Tenían que venir los Reyes, invitados por Samaranch y el alcalde de Barcelona, al nuevo edificio, excavado literalmente en la tierra de la montaña de Montjuïc, junto al Estadi Olímpic cuyo pebetero inmortalizó el arquero Rebollo en la inauguración de los Juegos de 1992. (Ufff ya han pasado 15 años)
Cuando me llamó M. para pedirme que le ayudara a llevar una bomba al Museo Olímpic, no me lo pensé dos veces. Y no porque yo fuera un terrorista, sino porque me moría de curiosidad de ver cómo eran esos artefactos de la Segunda Guerra Mundial.
Entrega con papeles
Cuando llegamos al castillo militar de Montjuïc, a apenas dos kilómetros del Museo Olímpic, nos esperaba un oficial del Ejército vestido de civil. Nos mostró la bomba, que cogí cuidadosamente entre mis brazos como si se tratara de un bebé, mientras M. firmaba los documentos que permitían sacar de allí el artefacto, sin explosivo ni detonador, claro.
Lo colocamos en el maletero de mi flamante Scénic y nos dirigimos al Museu. Cuando íbamos de camino, avisaron a M. de que no podíamos dejar el artefacto en la sala de exposiciones, pues decenas de trabajadores estaban dando los últimos retoques a sólo dos días de la inaguración real. La orden fue llevar la bomba al vecino Estadi Olímpic, donde se había improvisado un almacén.
El primer vigilante nos dejó acceder al recinto, ignorando lo que llevábamos en el maletero. "Es un objeto para el museo", dijimos.
Chóferes y escoltas
Cuando aparcamos el coche en una de las puertas laterales del Estadi, nos sorprendió ver un grupo de cuatro coches oficiales con chóferes y supuestos escoltas hablando entre ellos. Cuando me vieron con la bomba entre las manos (que casi parecía de tebeo por su tópica forma) comenzaron a señalarnos y hablar entre ellos. Y yo disfrutaba de lo lindo sujetándola con mis manos y llevándola como si nada hubiera pasado hasta el almacén del Estadi.
Cuando ya por la tarde llegué a la redacción me enteré de que los coches oficiales eran de distintas personalidades catalanas e "israelís" ya que esa misma noche un equipo de fútbol de ese país iba a jugar un partido en el Estadi.
Sin disparos
Menos mal que los agentes del Mossad todavía no habían tomado posiciones en el campo, pues ahora me pregunto si, al verme con la bomba oxidada en los brazos, habrían tenido la delicadeza de preguntar antes de disparar.
Aunque a decir verdad el único disparo que tanto M. como yo lamentamos no haber hecho aquella mañana fue el de la cámara digital para inmortalizarnos juntos con aquella histórica bomba.