08 febrero 2009

UN SOPLO DE VIDA


Cuando con apenas 18 años estaba en Cruz Roja del Mar nunca imaginé que me tocaría salvar una vida en la playa. De hecho, siempre había tenido un cierto miedo al agua. Creo que se debía a la mucha que tragué en los horribles cursillos de natación cuando era niño en las Piscinas Picornell. Con apenas 8 años, el profesor te tiraba al agua y tenías que espabilarte... Aquel trauma posiblemente fue paradójicamente el que me animó a enfrentarme a la playa con otra mirada.

Me apunté de voluntario de vigilante de la playa en Castelldefels, realicé varios cursillos de socorrismo y salvamento acuático y, los fines se semana, me ponía mi bañador rojo al igual que mis compañeros y nos repartíamos en los diferentes puestos de socorro.

Ya me habían explicado que la hora crítica comenzaba a partir de las 4 de la tarde. Con la paella en el estómago y empujados por el calor sofocante siempre había quien se atrevía a retar los cortes de digestión arrojándose a las olas. Si a eso añadimos que la playa de Castelldefels normalmente no cubre hasta que la rompiente forma una zanja traicionera, el susto, y algunas veces el drama, está servido.

La playa estaba semivacía

Aquella tarde estábamos tres compañeros en 5-1, el puesto de socorro más cercano a Les Botigues de Sitges. Ya habíamos comido y teníamos ganas de cerrar. Eran las 5. La playa estaba semivacía. De repente, a lo lejos, vimos que los pocos bañistas comenzaban a desplazarse desde todos los sentidos a un mismo punto en la orilla, a unos 300 metros de donde estábamos. No fue necesario que nos avisaran por la emisora. Una acumulación de gente en la arena es ya un signo de alerta. Fernando y yo cogimos corriendo la camilla y el botiquín y corrimos hasta la orilla.

Tenía unos 5 años y estaba cubierto totalmente de arena. Nos costó hacernos un hueco entre los familiares, amigos y curiosos. El pequeño estaba ya un poco azulado y Fernando, mucho más vereano que yo, le limpió la boca y comenzó a insuflarle vida mientras me pedía que comenzara el masaje cardíaco. Cinco empujes en el torax y y una respiración, cinco y una, cinco y una... Y las voces se iban apagando. Y las olas enmudecían. De repente, un primer latido imperceptible, una tos, un pequeño vómito, un temblor... Los padres se abrazaron llorando mientras sus gemidos de emoción se fundían con la monótona cadencia de la ambulancia que se acercaba.

Susto de camino al hospital

Ya dentro de la R-12, Fernando se subió de copiloto y yo me quedé detrás con el niño, al que ya le habíamos puesto la mascarilla de oxígeno. La radio nos avisó de que en el Hospital de Bellvitge nos estaban esperando. Aquel trayecto, de no más de 20 minutos, se nos hizo interminable. Sobre todo cuando, a medio camino el pequeño dejó de respirar. Grité a mis compañeros que pararan la ambulancia y me ayudaran, auque enseguida me acordé de que a veces basta con subir un poco el cuello y echar la barbilla hacia arriba para abrir la vía respiratoria. Y el niño volvió a respirar y su pequeño pecho, a moverse.

Al llegar a la puerta de Urgencias, seis personas con batas blancas y verdes nos estaban esperando. Cogieron la camilla entre todos y el pequeño desapareció por un largo pasillo. Fernando y yo no nos dijimos nada. Pero ambos cruzamos mentalmente los dedos. El regreso al puesto fue triste pero esperanzado. No sabíamos cómo se llamaba el niño, ni volvimos jamás a preguntar por él. Ignorábamos si habíamos actuado todo lo bien que debíamos, si nos habíamos dado cuenta del accidente a tiempo, si fuimos lo suficientemente rápidos...

Gratitud

Aquella amarga incertidumbre se disipó al cabo de dos meses. Casi al final del verano un hombre se acercó a 5-1, donde ni Fernando ni yo estábamos de guardia. Le dijo a nuestros compañeros que su hijo estaba vivo y que no había sufrido secuelas por la hipoxia (ausencia de oxígeno en el cerebro). Quería darnos las gracias por haberle salvado.

Esta es la única vida que he resucitado. Jamás podré olvidarlo. Tengo claro que el mérito no fue mío, ni de Fernando. Otros hacen los mismo cada día en miles de lugares. Voluntarios o profesionales. Siempre hay alguien dispuesto a mezclar su aliento con el de un desconocido para ahuyentar la inoportuna muerte, más irracional todavía cuando intenta apagar la mirada de un niño.

04 febrero 2009

A LA CAZA DE CLINTON EN BCN


Al director adjunto del diario le habían dado un soplo: el expresidente de EEUU Bill Clinton iba a cenar en un restaurante de la Barceloneta. Y además, el periódico de la competencia tenía una entrevista exclusiva con él (de pago, claro). "Hay que reventarles el tema", pidió el jefe de turno. Y nos pusimos en marcha.

Dos fotógrafos y yo nos colocamos en las inmediaciones del restaurante, en el paseo de Joan de Borbó. Eran las ocho de la tarde. Los tres periodistas nos separamos. Si los agentes del Servicio Secreto nos veían juntos, podrían intentar evitar que nos abalanzáramos sobre Clinton. Era una cena privada y no necesitaban testigos. Vimos a esos agentes en todas partes: dos negros super cachas con ropa de marca que corrían juntos por el paseo, un hombre de más edad leyendo un periódico en un banco frente al restaurante, una joven que hablaba por teléfono sin cesar en la única cabina a la vista... de tanto en tanto, los fotógrafos me iban llamando y yo a ellos.

Debíamos seguir al acecho hasta que llegara el objetivo. Pasó una hora y allí no aparecía nadie. El restaurante seguía casi vacío. Ni limusina, ni despliegue policial, ni nada. Y los supuestos agentes del servicio secreto o se habían esfumado o habían cambiado de disfraz. Y nosotros seguíamos ahí, ahora muertos de hambre. Por suerte, había un restaurante chino un poco cutre que lindaba con el del expresidente. Decidimos repartirnos. Mientras dos cenábamos , el tercero estaba de guardia, vigilando. En cuanto nos avisara el vigía, dejaríamos la mesa e iríamos a interceptar al 'One'. Tuvimos que pagar la cena en cuanto nos la sirvieron para que, si nos íbamos corriendo, nadie saliera corriendo detrás nuestro. Al que estaba de guardia incluso le pasamos la cerveza a través de la jardinera que nos protegía del paseo para pasmo de la camarera asiática, que no dejaba de sonreír como si no fuéramos los únicos alienígenas que aterrizaban en la terraza de su local.

La llamada providencial

Se hicieron las 10 y todo seguía igual. Evidentemente, Clinton no iba a cenar ahí. Un poco contrariados, llamamos a la redacción y les dijimos que volvíamos. Antes, sin embargo, patrullamos con el coche por algunos de los restaurantes más conocidos en busca de la comitiva presidencial estacionada en el exterior con el mismo pésimo resultado.

Ya en la redacción, casi las 11 de la noche, sonó el teléfono de la sección. "¿Está Sandoval?", dijo una voz. "No, no trabaja aquí", le contesté. "Mire es que le llamo del Botafumeiro", añadió. Y estallaron chispas. "Oiga no me dirá Vd. que Clinton está cenando ahí?". "Sí por eso llamo". "No se preocupe por Sandoval (que trabaja el el diario de la competencia) que nosotros ya vamos para allí", le solté.

Cuando llegué al Botafumeiro, un flamante todo terreno blanco con cristales tintados brillaba en la puerta, entre varios coches oficiales. Junto a la fachada, varios agentes con pinganillo orejil incluido, miraban de un lado a otro de la calle. "Primer filtro", me dije mientras caminaba hacia ellos. Me miraron, solté un 'Bona nit' y entré. Me senté en la barra y pregunté por Clinton. El y sus amigos, catalanes y americanos, estaban en el piso superior.

En chancletas

Llamé al diario y pedí que me enviaran a un fotógrafo lo antes posible. Hasta que caí en que, si venía mi amigo Álvaro, el mismo que había estado conmigo tras las plantas del chino, podríamos tener problemas. Y no porque dudara de su profesionalidad, que supera la excelencia, sino porque yo mismo cuestionaba que sus chancletas de goma, de esas que dejan ver los dedos al desnudo, fueran una buena tarjeta de presentación para entrar allí sin llamar la atención del ejército de escoltas de los distintos perímetros de seguridad.

Mientras me preguntaba cómo entraría Álvaro, oí un "hola" en mi espalda. Y allí estaba él, sin afeitar, con tejanos y con sus inseparables chancletas de goma de los deditos a la vista. "¿Cómo has conseguido pasar?", le dije. "Muy fácil. Les he saludado y ya está", me dijo refiriéndose a los agentes del Servicio Secreto. Pese a que me quedé unos instantes en estado de shock, nos pusimos a diseñar la estrategia de cómo asaltaríamos a Clinton.

La última pregunta

El camarero al que había pedido información me avisó. Y al cabo de unos instantes unos gigantescos policías comenzaron a abrir camino al ex presidente y su séquito. Al pasar a nuestro lado le solté un "Mr. Clinton, please!". El se giró, sonriendo, me miró y mientras Álvaro disparaba su cámara, yo aproveché para formularle varias preguntas que abrí con un "Do you like BCN?" para romper el hielo.

Todo fue muy bien hasta que toqué un tema tabú, el despliegue de tropas de EEUU en Irak. Y entonces, sólo entonces, Clinton dejo de sonreír y una mano enorme empujó mi pecho, me levantó por los aires (creí que levitaba) y apenas pude ver como el expresidente, cada vez más pequeño, se alejaba de mí a la misma rapidez con la que yo lo hacía involuntariamente de él. Entrevista concluida y exclusiva lograda. Dos páginas de vuelta a la redacción. Y de aquel momento glorioso quedó la foto que encabeza este 'post'. Ah, y el diario de la competencia nunca publicó la entrevista y creo que fue porque yo respondí la llamada equivocada.