12 junio 2007

FUEGO EN EL CRUCE


Iba a clases de narración oral, o de contar cuentos, o de hablar en público, o de seducir con la palabra, o de atrapar con el verbo... Y la profesora, la experta narradora chilena afincada en Barcelona Numancia Rojas, nos propuso un ejercicio de observación humana.

Debíamos fijarnos en alguna de las personas con las que nos cruzáramos en la calle y mirar detenidamente sus gestos, sus rostros, sus movimientos para deducir quiénes eran y adónde iban, algo de lo que muchos a veces ni intuimos sobre nosotros mismos.

Estaba en la esquina de las calles Nàpols y Consell de Cent, en Barcelona. Eran las 8.45. Quedaban 15 minutos para subir al taller de narración oral y yo tomaba un café en la granja que hay en el cruce. Y entonces le vi.

Alto, fuerte, pelo largo, negro y algo rizado. Lo descubrió al quitarse el caso integral de su moto de gran cilindrada, que dejó sobre el asiento. Se sacudió la melena con la mano. Y miró el reloj mientras oteaba hacia un lado de la calle. Ese detalle me activó las alertas.

Esbelta, elegante, rubia

Pagué mi café y salí a la calle. El seguía allí, esperando. De repente, hizo un ademán un poco más brusco de lo que se podría considerar normal a esas horas de la mañana. Miré yo en la misma dirección que él y la vi.

Unos 40 años, esbelta, elegante, rubia. Caminaba como quien avanza esperando estrellarse con algo o alguien. El deseo emanaba de sus apresurados pasos, que a su vez trataba de contener con el cimbreado distinguido de su figura armónica. Pero las gafas de sol y la sonrisa comenzaban a delatar su pecado.

Ella se paró a apenas medio metro de él. No se besaron. Se sonrieron, eso sí. Sonrisa chivata de tanta pasión oculta. Se les notaba también en los ojos. Eran dos cuerpos ansiando fundirse el uno con el otro. La calle entera se paralizó. Como si el japonés de Héroes hubiera hecho de las suyas.

Ya tenía claro que eran amantes. Qué el iba de camino a su trabajo con la moto. Que ella acababa de dejar a los niños en el colegio. Que los dos iban directos a una cita clandestina.

El mueblé del barrio

Sólo tuve que seguirles. Yo conocía el mueblé del barrio, un hotel para parejas con habitaciones decoradas de los estilos más exóticos: África, Roma, Francia... La puerta del edificio es muy discreta (foto superior), pero todo el barrio conoce y envidia lo que pasa allí dentro.

Ellos caminaron hacia esa puerta blanca de cristal traslúcido. Al llegar, se detuvieron en seco. Seguían sin tocarse, aunque se lamían con los ojos y el pensamiento. Miraron a uno y a otro lado, para comprobar que nadie les seguía. Tan rápida y nerviosamente que no repararon en mí. Y enseguida cruzaron el portal.

Yo sonreí. Por ellos, porque iban a sumergirse por fin el uno en el otro. Por mí, porque mi primera práctica de observación humana había sido un éxito, aunque los objetos a analizar habían intentado infructuosamente que nadie descubriera su infidelidad.

4 comentarios:

Ana dijo...

A veces mirando atentamente se descubren muchas cosas que casi siempre pasan inadvertidas.
Una mirada puede acariciar y sin duda es perceptible para quien mira con ojos curiosos.
Bonita historia.

Luciérnago dijo...

Y las posibilidades de observación son infinitas: el metro, el autobús, la terraza de una cafetería, una cola en Hacienda, la salida de una Iglesia...

Ah, por cierto, me encantaría que aquella pareja pudiera leer este blog ¿Se reconocerían?

Carmen Salas dijo...

Rubia, alta, elegante... era yo!!!! (camuflada, je, je)

Luciérnago dijo...

Ya te gustaría, Carmen, je je je. La verdad es que ninguno de los dos estaba nada mal. Y encima se lo debieron de pasar muy bien ;-)