30 mayo 2007

UN LADRÓN EN LA REDACCIÓN

Creo que nunca he estado tan cerca de un ladrón como cuando hace muchos años trabajé en un pequeño diario de provincias. Y no es que el propietario o el director lo fueran. Ni mucho menos. Sino que tanto yo como mis compañeros periodistas y fotógrafos comprobábamos, con una frecuencia mensual, que nos desaparecía el dinero de algunas de nuestras carteras. Curiosamente el robo coincidía con el día de cobro (nos pagaban en efectivo).

Como no había forma de pillar al ladrón, se me ocurrió recurrir a mis contactos en la policía. De algo me tenía que servir acudir a diario a la comisaría. Me sinceré con los inspectores y enseguida me propusieron cómo capturar al ladrón.

Preparar la trampa

Tenía que conseguir un bolso y un monedero que actuarían como cebos. Para ello me fue de gran utilidad mi vecina jienense, que aprovechó para deshacerse de uno de sus bolsos más anticuados. El monedero fue más fácil de conseguir.

Y el dinero que había que poner en su interior... Bueno, ahí sí que arriesgué mis propios billetes, pero el objetivo final era loable y compensaba.

Rojo delator

Con toda la trampa preparada, volví la comisaría. Los agentes de Policía Científica (ahora conocidos como los CSI) cubrieron los billetes y los recovecos del monedero de un polvillo oscuro. Uno de ellos puso después sus dedos tiznados bajo el grifo y su mano se tiñó de un rojo sanguíneo, perpetuo, imborrable.

"Ahora pones el bolso donde el ladrón pueda cogerlo. En cuanto detectes que han robado, nos avisas y nosotros nos encargaremos de mojar las manos de todos los empleados. El que las tenga rojas es el ladrón", me explicó uno de los agentes.

Sólo cuatro personas

Pusimos la trampa en una percha de la redacción. Y a esperar. Sólo cuatro personas sabíamos de su existencia. Cada día, una guapa fotógrafa (que ya había sido víctima) ponía y quitaba el bolso en un perchero de la redacción.

Llegó el día de cobro y repetimos el ritual. Pero el bolso siguió intacto. Nadie abrió el monedero que había en su interior ni cogió los billetes chivatos.

De los cuatro que conocíamos el secreto, uno era la joven que se prestó a llevarlo consigo. Los otros dos eran el director y el subdirector. Y el cuarto era yo. Nunca aclaramos aquellos robos, que cesaron desde que pusimos el señuelo. El ladrón se esfumó tan rápido como la posibilidad de atraparlo.

Y si alguno de los 20 que trabajábamos en el periódico se lavó la manos y se asustó al ver cómo se teñían de rojo, nunca nos lo dijo.

2 comentarios:

Ana dijo...

Uy, uy, uy, que sospechoso todo lo que cuentas...
El ladrón sabía que había un señuelo por lo que deduzco que quitándote a tí como sospechoso solo quedaban tres. Si quitamos a la guapa fotógrafa (por lo de su robo) solo dos...
Esto parece el "Cluedo" jajaja

Luciérnago dijo...

Bueno... ejem, ejem... ¡Alguna coartada me tenía que inventar! Ahora, como ya se lo de los polvos, uso guantes de látex ;-)