UN LADRÓN EN LA REDACCIÓN
Creo que nunca he estado tan cerca de un ladrón como cuando hace muchos años trabajé en un pequeño diario de provincias. Y no es que el propietario o el director lo fueran. Ni mucho menos. Sino que tanto yo como mis compañeros periodistas y fotógrafos comprobábamos, con una frecuencia mensual, que nos desaparecía el dinero de algunas de nuestras carteras. Curiosamente el robo coincidía con el día de cobro (nos pagaban en efectivo).
Como no había forma de pillar al ladrón, se me ocurrió recurrir a mis contactos en la policía. De algo me tenía que servir acudir a diario a la comisaría. Me sinceré con los inspectores y enseguida me propusieron cómo capturar al ladrón.
Preparar la trampa
Tenía que conseguir un bolso y un monedero que actuarían como cebos. Para ello me fue de gran utilidad mi vecina jienense, que aprovechó para deshacerse de uno de sus bolsos más anticuados. El monedero fue más fácil de conseguir.
Y el dinero que había que poner en su interior... Bueno, ahí sí que arriesgué mis propios billetes, pero el objetivo final era loable y compensaba.
Rojo delator
Con toda la trampa preparada, volví la comisaría. Los agentes de Policía Científica (ahora conocidos como los CSI) cubrieron los billetes y los recovecos del monedero de un polvillo oscuro. Uno de ellos puso después sus dedos tiznados bajo el grifo y su mano se tiñó de un rojo sanguíneo, perpetuo, imborrable.
"Ahora pones el bolso donde el ladrón pueda cogerlo. En cuanto detectes que han robado, nos avisas y nosotros nos encargaremos de mojar las manos de todos los empleados. El que las tenga rojas es el ladrón", me explicó uno de los agentes.
Pusimos la trampa en una percha de la redacción. Y a esperar. Sólo cuatro personas sabíamos de su existencia. Cada día, una guapa fotógrafa (que ya había sido víctima) ponía y quitaba el bolso en un perchero de la redacción.
De los cuatro que conocíamos el secreto, uno era la joven que se prestó a llevarlo consigo. Los otros dos eran el director y el subdirector. Y el cuarto era yo. Nunca aclaramos aquellos robos, que cesaron desde que pusimos el señuelo. El ladrón se esfumó tan rápido como la posibilidad de atraparlo.
Y si alguno de los 20 que trabajábamos en el periódico se lavó la manos y se asustó al ver cómo se teñían de rojo, nunca nos lo dijo.