EN MASA Y SIN LO PUESTO
El día que Spencer Tunick nos desnudó a unos 7.000 barceloneses en la avenida de Maria Cristina de Montjuic, me convencí de algo que ya intuía: todos somos iguales. Y guapos también. Y, además, en el grupo, nos diseminamos, dejamos de ser nosotros, para formar parte de un colectivo único que, en cierta forma, es el que nos da sentido.
Fue el 8 de junio del 2003. ¡Ufff, cómo pasan los años! Nos hicieron madrugar muchísimo para poder hacer las fotos con los primeros rayos de sol. La organización fue impecable. En una gran nave de la Feria de Barcelona teníamos que desnudarnos cuando nos dieran la señal. Ese instante fue mágico, como las fuentes que nos iban a contemplar mudas. Sonriendo, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, y algún niño, colocamos la ropa en montoncitos junto a nuestros pies en una cuenta atrás tan imparable como deseada.
Y, de golpe, desaparecieron todos los complejos, si es que todavía quedaba alguno. He de reconocer que, al principio, no sabía bien a dónde mirar, pero luego daba cierto gusto contemplar aquella masa ondulante del mismo color (salvo alguna preciosa excepción) que no dejaba de reir mientras se disponía a salir al exterior. Los 7.000 teníamos que cruzar el umbral de una puerta para entrar en el escenario abierto, recién amanecido.
Aquel fue un momento crítico. A medida que empujábamos hacia una de las tres salidas del pabellón, sin querer, desnudo, sentí como la riada humana empujaba el último reducto de mi privacidad contra la nalga de una atractiva joven que iba justo delante mío. No sé si me sonrojé. Pero recuerdo perfectamente bien que, justo en ese instante de sorpresa y desasosiego, noté otro contacto similar, ahora justo detrás mío. Al girarme, comprobé, que el íntimo empujón provenía de un buen hombre, regordete, de unos 50 y tantos años, que parecía tan ilusionado como yo y como el resto de participar en el mayor desnudo colectivo. Y se me esfumaron las insignificantes manías que aún me quedaban.
Ya fuera, sobre aquel escenario urbano de asfalto, nos tendimos en el suelo. Y allí, inmóvil, mientras Tunick, colgado en una grúa, nos inmortalizaba con su cámara de fotos, me topé con pies, culos, manos y sexos desparramados por el pavimento. Y me invadió una casi mística sensación de libertad, igualdad e identidad difícil de explicar.
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