18 febrero 2007

LEER LOS LABIOS DE ESPALDAS

Cuando uno acaba de entrar a trabajar en un periódico tiene que pagar varios peajes. Uno de ellos es el de atender a todo aquel que se presenta en la redacción para contar sus problemas.

Cuando el conserje llamó por el teléfono interior para avisarnos de que teníamos una visita, el redactor jefe no dudó ni un instante en pasarme el encargo. Me dirigí a la sala que hay junto a la entrada, una pequeña biblioteca en la que se consultaban los diarios atrasados encuadernados en gruesos tomos. Allí, sentado de espaldas al enorme ventanal que daba a la calle, estaba un hombre, pequeño de estatura, correctamente vestido y que denotaba un cierto nerviosismo por la forma en que se frotaba las manos colocadas encima de la larga mesa.

Una habilidad policial

Yo me presenté, aunque él evitó a hacerlo, lo que indicaba ya que estaba dispuesto a explicarme algo demasiado importante. “He venido a verles porque existe una mafia policial que se dedica a cobrar dinero a todos los bares de la ciudad”, dijo. Y a partir de ahí comenzó a detallar cómo lo descubrió un día mientras tomaba un café en la barra de un local y cómo aquellos policías corruptos habían empezado a perseguirle y a vigilarle para que no contara a nadie la existencia de la supuesta extorsión.

La verdad es que comencé a ponerme nervioso. Sin duda aquel caso me iba grande. Me aseguró que había dos hombres vigilándole desde el semáforo de la esquina, a apenas 20 metros de donde nos encontrábamos. Y añadió que aquellos dos policías vestidos de paisano eran capaces de leerle los labios. Aunque me sorprendió, también pensé que esa habilidad podía ser muy útil en muchas investigaciones.

La receta en la cartera

Cuando el anónimo visitante afirmó que tenía miedo porque los agentes le acababan de leer en su boca lo que me explicaba, pese a que él estaba sentado de espaldas al enorme ventanal, no hizo falta que comprobara que aquellos dos supuestos policías ya no estaban en el semáforo, ni que aquel extraño visitante siguiera trufándome en detalles las habilidades de la policía española para hacer seguimientos mentales de sus sospechosos. Ni tan siquiera fue necesario que me mostrara los importantes documentos que guardaba en su cartera. Yo ya había sacado mis propias conclusiones cuando vi que uno de esos papeles era una receta médica de un instituto de salud mental.

Al llegar a ese punto, claramente esfumada la exclusiva noticia, yo ya me había relajado y me afanaba en seguir la corriente a mi peculiar confidente para tranquilizarlo. Le convencí de que había dejado su secreto en buenas manos y de que a partir de entonces seríamos los periodistas los que investigaríamos la red de extorsión policial a los bares. Y él respiró aliviado. Prometió volver si averiguaba algún detalle más, pero no lo hizo. Tal vez le descubrieron o tal vez él mismo entró en razón. Sea como fuere, nunca le olvidaré. Ni a él, ni a los policías lectores de labios.

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