15 marzo 2007

LA FARRA OLÍMPICA DE ALBERTO DE MÓNACO


La noche que conocí a Alberto de Mónaco quise cambiar de oficio. No era para menos. Lo que iba a descubrir con él valía su peso en oro para un periodista y ésa era una responsabilidad demasiado grande.

Julio de 1992. Como cada noche durante los JJOO, al salir de la redacción me dirigí al aparcamiento del COOB Barcelona 92 para coger un coche oficial. Estaba en la improvisada cafetería del párking esperando un servicio cuando nuestra jefa vino corriendo a buscarme. “¿Verdad que sabes inglés? Es que deberías ir a buscar a Alberto de Mónaco y llevarlo a dónde te diga”, me dijo.

¡Biennnn! Iba a compartir unas horas con un miembro de la realeza europea. Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué ahora? “Es que su chófer voluntario está reventado. Lo recoge cada día a primera hora y no acaba con él hasta muy avanzada la madrugada. Por eso necesita un descanso”, me aclaró la responsable de los conductores voluntarios.

Saltarse las normas con coche oficial

Y ahí estaba yo, saliendo del carpool, con destino a la archifamosa y superchiq tortillería Flash Flash (nunca he entendido por qué a los famosos les encantan las tortillas). Al llegar, aparqué el flamante Seat Toledo olímpico en la puerta. ¡Qué gusto da llevar a alguien importante y saltarte las normas de tráfico! En seguida se acercó un policía de paisano que me pidió que esperara.

A los pocos minutos, se presentó el jefe de seguridad de la Casa de Mónaco y me explicó el plan a seguir. El príncipe Alberto, su secretario personal y dos amigas irían en mi coche. A mí lado, la asistente y traductora olímpica. Detrás, me seguiría un coche camuflado con dos policías españoles.

El emocionante viaje nocturno comenzó enseguida. El príncipe y su ayudante me saludaron, mientras las chicas, guapas y muy jóvenes, catalanas y con un impecable acento inglés, no paraban de reír y bromear entre ellas. Íbamos a viajar con un ligero overbooking, pero yo no debía poner trabas.

Vigilado y muy bien acompañado

El secretario me pidió que me dirigiera a la discoteca más in de la ciudad, Oliver and Hardy. Una de las chicas se sentó sobre las piernas del príncipe. Y la otra, junto al ayudante. Los 10 minutos de viaje nocturno en una ciudad desierta se lo pasaron todos diciendo chorradas y riendo.

Yo veía a los escoltas en el coche de atrás por el espejo retrovisor y por un momento deseé que algunos de aquellos taxistas que cada día nos cerraban el paso para fastidiar aparecieran ahora, que iba bien protegido. Así me podría reír un rato. Los taxistas creían que los conductores voluntarios olímpicos les hacíamos la competencia.

En la discoteca aprendí mucho sobre la protección de los famosos. Los dos guardaespaldas españoles y el jefe de seguridad monaguesco se sentaron mirando hacia la puerta de entrada de la sala. Veían así a todo el que entraba. Alberto de Mónaco, su secretario y las dos barbies saltaron a la pista, en la que apenas había una decena de personas, tan puestas, que ni siquiera advirtieron que junto a ellas se agitaba un cóctel de sangre azul.

Interrogatorio policial

Y dieron las tres de la madrugada. Aburrido, me senté con los escoltas que, no sé si por hastío o por perspicacia policial, me preguntaron sobre mis actividades como conductor olímpico, el horario que hacíamos, las medidas de seguridad... Yo, mientras, intenté buscar una respuesta a la pregunta que más temía: ¿”De qué trabajas?”. “Panadero, soy panadero”, les habría dicho sin pestañear. Era consciente de que un periodista no podía ser testigo de las noches locas olímpicas de una alteza real.
La fiesta acabó pasadas las cuatro de la mañana en el Hotel Princesa Sofia. El príncipe me regaló un pin de Mónaco y me tendió la mano agradecido, mientras las dos acompañantes tiraban de él para subir todos a la o las habitaciones. Yo me quedé al volante y me retiré.

Unas horas después, cumplí con mi obligación profesional, je, je, je, y conté los detalles de aquella noble madrugada en la primera y única crónica rosa que he escrito en un periódico.

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